Columna de Opinión: “Flores de amigos”

VIRGINIA CASTRO

Los domingos al atardecer había una juntada de media docena de amigos que más de diez años atrás habían coincidido en que como no les gustaba el fútbol podrían ir descubriendo cosas más interesantes para hacer juntos y llegar al lunes con energías renovadas.

Se habían conocido compartiendo una reunión de trabajo y de a poco fueron pasando de tomar un café después del encuentro laboral a tener media jornada compartida todas las semanas. Los hombres siempre se habían reído de una publicidad que decía que “el fútbol une a la gente” y las dos mujeres del grupo decían que al final era verdad.

A veces iban al cine o a alguna exposición de arte y como tenían gustos variados el horizonte de cada uno se ampliaba a medida que compartían experiencias. El teatro les gustaba poco y preferían los recitales. Cada encuentro culminaba con una comida ligera, sin trasnochar.

Era raro que coincidieran en todo pero varias veces habían sacado entradas para ver alguna banda extranjera que llegaba al país y les recordaba que pasaban los años sin haber viajado a verla en vivo y entonces excepcionalmente se sumaba a la reunión privada la pareja de alguno.

Otras veces miraban en una casa algún film que ya estaba fuera de cartel y esa reunión se coronaba con picada o empanadas. Solo para fin de año se juntaban para ir a comer afuera y buscaban un lugar de precios accesibles porque, ahí sí, iban todos con su pareja o su familia.

La ocasión preferida de la mayoría ocurría cada dos meses. Se deleitaban con la infinita variedad de pizzas que hacía una de las chicas. Una noche sin más espectáculo que la comida y la charla interminable, un verdadero trasnoche sin poder culpar a una larga película.

Nunca habían tenido problemas para dividir los gastos pero cuando iban a la casa de la que hacía las pizzas ella no quería cobrarles y los invitaba con la condición de que cada uno llevara lo que quisiera tomar. En esos casos uno de los hombres iba con un ramo de flores para la cocinera y los demás lo cargaban porque sabían que no era su idea sino que lo hacía por indicación de su esposa.

Al verlo llegar coreaban: “Llévale flores a tu amiga que siempre cocina para todos”. Y uno agregaba: “Dile a tu mujer que si quiere que le llevemos flores, nos invite a comer”. A él no le gustaban esos chistes y les decía que no se hicieran los vivos. Y el otro insistía: “Es muy linda y queremos verla más de una vez al año”. La dueña de casa no dejaba que la broma durara más de cinco minutos para prevenir que lo hicieran enojar en serio. Pasado el momento tenso, cuando se iban pensaba qué los mantenía unidos si eran capaces de hacerse esas bromas tan molestas.

Hubo un domingo en que faltó el hombre que siempre llevaba las flores y ante la preocupación tácita uno de los bromistas le mandó un mensaje y el otro no respondió.

El lunes por la mañana los mensajes se multiplicaron y respondió que su esposa había tenido una hemorragia y con la urgencia de la internación ni se dio cuenta de avisarles.

Todo había sido muy rápido, una enfermedad de la sangre que rompía venas y arterias, algo repentino y casi desconocido aunque por los primeros síntomas era similar a lo que había tenido su suegra. Lo único que podían hacer era transfundirla mientras esperaban veinticuatro horas para ver la reacción a algunos medicamentos.

El lunes a la noche estaban los seis amigos juntos en la sala de espera de la clínica y los médicos dijeron que estaba respondiendo bien al tratamiento pero necesitaba más transfusiones, y si bien la enfermedad no tenía que ver con el grupo sanguíneo, deberían buscar dadores porque era un grupo difícil y en el banco había escasas unidades.

Un destino protector puso en su camino esos cinco amigos que tenían la sangre necesaria para ayudar a salvarla. Los médicos dijeron que nunca habían encontrado tan rápido cinco dadores de ese grupo.

Y al día siguiente presidía la habitación un gran ramo de flores.