Gente grande

Por Virginia Castro – El hombre dijo: “Feliz aniversario, mi amor”, y mientras revolvía el café de la mujer y la miraba a los ojos, agregó: “Perdoname, mi amor”. Ella lo miró sin entender y no hizo falta preguntar. De los labios del hombre, cuyas comisuras caían un poco, salió una frase que la enamoró aún más. “Es la primera vez que festejamos nuestro aniversario repitiendo el lugar”. Ella sonrió y se paró para dar la vuelta alrededor de la mesa, besarlo en los labios y decirle: “Mi vida, después de cuarenta años de casados y cinco de novios ya nos quedan pocos cafés tradicionales por conocer. Vivimos a cien kilómetros de Buenos Aires, es bueno que empecemos a quedarnos más cerca de casa”.

Cerca de la puerta se escucha: “No queda nadie en la ciudad y después dicen que no hay plata…” La frase salió como un trueno y quedó resonando en la mesa de esos dos o tres amargados que aunque ahoguen varios sobrecitos de azúcar en medio de la espuma no lograrán cambiar su modo de ver las cosas. Parece que solo percibieran la forma negativa por carecer de la esperanza contenida en el destino que se dibuja en el fondo de las tazas. Las dejan secas en su afán de beber hasta la última gota “para justificar el gasto” había dicho uno de ellos.

Contra la ventana se recorta el perfil de dos sonrisas y de dos gaseosas, vi el festejo en ese momento compartido, un gasto mínimo que se convierte en un gesto valioso cuando una amiga le dice a la otra: “Dejá, que yo te invito”. Entonces saca de su cartera un billete de cien pesos, nuevito, como si tuviera su tinta aún fresca, se lo muestra y agrega: “Me lo dejaron los Reyes en la casa de mi hija, ya somos grandes y se invirtieron los papeles”. Y sonríe.

En uno de los rincones, alejado del resto, estaba un hombre solo. Llegó una mujer que lo besó en la mejilla. Le dijo: “Al fin se fueron, era hora de que salieran solos de vacaciones”, y se sentó. El hombre sonrió como para adentro y movió la cabeza antes de decirle: “Querías que se fueran pero te quedaste hasta que terminaran de armar la valija y cargar el auto… A mil kilómetros no va a estar mamita para recordarles que se abriguen o lo que tienen que comer, ya cumplieron veinticinco años los melli”. A ella se le escapó una lágrima y una frase: “Para mí siempre serán chiquitos, ser madre no es igual que ser padre, vos no entendés nada”.

Apoyó el sombrero y el bastón en una silla, se sentó y el mozo se acercó: “¿Cómo le fue?”. El hombre se conmovió y dijo: “Ah, te acordaste… Le fue bien, mi nieto es arquitecto”. El muchacho le dio la mano para felicitarlo y el hombre le dijo que guardara la felicitación para el chico que vendría en un rato. Enseguida otros tres hombres llegaron riendo y aplaudiendo porque sabían la buena nueva y el abuelo pidió que esperaran al chico. “Tu hija no lo va a dejar juntar con nosotros”, dijo uno. Se puso serio y contestó: “Mi hija hace lo que yo le digo, mirá, ahí viene mi nieto”, y entró un muchacho idéntico a él pero con pelo negro. Recibió los abrazos, agradeció los saludos y dijo: “Dice mamá que vayamos porque está la comida”. Y los otros volvieron a reír.

El hombre dijo: “Feliz aniversario, mi amor”, y chocaron las copas de espumante que burbujeaban como el brillo en sus miradas. Era raro ver una champañera antes del mediodía. Le tomó la mano por arriba de la mesa y el otro hombre contestó: “Después de estar juntos cuarenta años, ya era hora de poder festejar nuestro quinto aniversario de casados públicamente. Hubiéramos invitado a nuestros familiares y amigos a este almuerzo”. El que había hablado primero le entregó un sobre: “Preferí estar a solas para darte la sorpresa, una fiesta con familias y amigos, todas la invitaciones están repartidas, dejé la tuya para el final”. El otro hombre lo miró sin poder hablar. “Nos habíamos quedado con las ganas de una fiesta cuando nos casamos y ahorré todos estos años para el festejo de este sábado”.